martes, 13 de septiembre de 2011

A 39 años de la infamia chilena

La despedida

Había amanecido un día gris, casi lluvioso en la ciudad, aunque pocos imaginarían que terminaría siendo negro, como el color del plomo. Temprano, aquel hombre había bajado en su automóvil con sus guardaespaldas y se dirigía a sus oficinas, como siempre donde hacía hacía casi 3 años despachaba. Apenas llegó, le dieron el parte: la situación era, por primera vez dramática, sin eufemismos. Se resolvió y llamó a una emisora radial. Ya sabía del poder de convocatoria de los medios y esperaba sumar voluntades. Le atendieron y pidió que las palabras que dijera por el teléfono se enviaran en cadena a varias emisoras radiales. Las televisoras parece que quedaron bloqueadas y no había unidades móviles en las oficinas. Con su voz "metálica" pero más tranquila que de costumbre, llamó a la calma. Que todos fueran a su trabajo, a pesar de un levantamiento que se creía confinado a una ciudad. Que "tenía la certeza" de que los soldados cumplirían con su obligación. Que el pueblo esperara instrucciones para actuar. Nunca hubo esas instrucciones.
Veinte minutos después, hizo un nuevo llamado hablando de la insurrección. Pero el "otro golpe" ya había empezado. Los dueños de otras emisoras de radio, bien por la satisfacción de "sacarse el clavo" o por miedo, le dieron cabida a los comunicados emitidos por uniformados que, en lenguaje altisonante e insolente propio de las organizaciones terroristas, comenzaron a inundar el espacio radioeléctrico. Algún ingeniero ideó la estrategia de dispersar las señales emitidas por los alzados, ahogando entre gritos destemplados y cobres marciales al hombre de voz tranquila que, lentamente se estaba quedando solo...Mientras tanto, los aviones que habían sido adquiridos para la defensa de la Patria, eran tripulados por "heroicos pilotos" para bombardear las antenas y los transmisores de Radio Corporación. Pero nadie sabía que un radioaficionado grababa en una cinta, la conversación entre los sátrapas que se preparaban para clavarle sus garras a su propio país. Un empleado de la emisora arriesgó su vida grabando en un casete todo lo que el hombre de voz tranquila decía desde su oficina.
En su oficina, con un casco y un fusil, sin haber jamás disparado un arma, se aprestaba a dar las órdenes a sus pocos hombres fieles. No pudo despedirse como debía de los suyos, pero estaba dispuesto a llegar al final, aunque fuese librando una batalla perdida desde siempre. Más llamadas, esta vez a otra emisora y ya se había dado cuenta aquel hombre que nada podía hacerse. En circunstancias en que cualquier persona perdería el aplomo y la calma, aquel hombre de pelo entrecano y bigote blanco y ataviado con escasa vestimenta militar, volvió a hablar. No importaba si lo escuchaban o no, sería consecuente con su idea: de su oficina acribillada a bombazo limpio, lo sacarían muerto. Con tranquilidad pasmosa, habló por última vez, de hombres futuros que superarían el momento gris y amargo, habló de un hombre nuevo que caminaría por las grandes Avenidas de la Libertad para construir un futuro de paz y una sociedad mejor. No pudo saber que, mientras hablaba, unos seminaristas en una humilde pensión al oirle lloraban, quien sabe si en silencio o a gritos, como cuando la desesperación de saberse perdidos en una guerra "ilegal e inmoral" es lo único que se tiene a mano.
Aquel hombre , salió de su oficina, armado con la metralleta y empezó a disparar no se a quienes. Y cuando los uniformados traidores le llamaban para exigirle que se rindiera, les restregaba su falta de honor y les recordaba en duros términos a sus indignas madres. Finalmente, se dijo que era hora de cumplir su promesa. Al aproximarse las hordas asesinas, pidió a sus compañeros que se rindieran. El capitán abandona su barco al final. Se quedó rezagado en la fila de sus atemorizados compañeros, se sentó en un sofá del solitario y derruido salón de cuyo esplendor pasado, solo quedaban ruinas humeantes. Miró la metralleta y en un relámpago pasó ante su ojos su infancia favorecida, sus éxitos estudiantiles, la vida en su hogar, su grado en la Universidad, la ocasión en que decidió ser luchador social, su matrimonio, el nacimiento de su descendencia, las notas del Himno de su País martirizado, el recuerdo de los artistas y del público del común que lo aclamaron cuando creyó llegar a la cima de la Gloria. Se sentó y se diría a sí mismo que ya había llegado la hora de partir, así que apuntó la metralleta y haló del gatillo. En un instante infinitesimal, pasó a otro plano y el resto, quizá fueran las tinieblas.
Así terminó sus días, el Hombre de la Paz cuya frente estaba limpia de pesadillas, enterrado casi clandestinamente, cuyo recuerdo fuera silenciado deliberadamente. Aún así, no se le ha olvidado y por eso, cuando un pueblo lucha por su libertad e independencia, allí estará siempre la imagen del Presidente Mártir Salvador Allende Gossens quien sacrificó su vida por un Chile y un Mundo Mejor. Ojalá más temprano que tarde, se abran los caminos de libertad que predijo, para que nadie vuelva a pisar una Santiago ensangrentada y, en lugar de llorar, se celebre la presencia de los ausentes.
¡Que viva Chile por siempre, carajo!

Ramón Jaramillo.

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